viernes, 13 de febrero de 2015

Beata María Caridad Brader

Nació el 14 de agosto de 1860 en Kaltbrunn, St. Gallen (Suiza). Fue bautizada al día siguiente con el nombre de María Josefa Carolina. Fue dotada de una inteligencia poco común que su madre supo guiar, esforzándose por darle una esmerada educación, que incluía una sólida formación cristiana y en virtudes, con la que la Beata fue moldeando poco a poco su corazón a las inspiraciones de Dios, y un amor peculiar a la Virgen María.

En la escuela de Kaltbrun, cursó con gran aprovechamiento los estudios de la enseñanza primaria; en el instituto María Hilf de Altstätten, dirigido por una comunidad de religiosas de la Tercera Orden Regular de san Francisco, los de enseñanza media (1º de octubre de 1880); y en Friburgo perfeccionó sus conocimientos y recibió el diploma oficial de maestra.

En plena juventud hizo caso a la voz que resonaba en su interior y decidió abrazar la vida consagrada, pero su madre se opuso, ya que la amaba demasiado, era su hija única y la señora era viuda. Aún así, el 1º de marzo de 1881, María vistió el hábito franciscano, cambiando su nombre al de María Caridad del amor del Espíritu Santo. El 22 de agosto del año siguiente, emitió los votos religiosos.

Dada su preparación pedagógica, fue destinada a la enseñanza en el colegio anexo al monasterio.

A finales del siglo XIX, el Obispo Pedro Schumacher envió cartas a los conventos en busca de religiosas dispuestas a trabajar en territorios de misión, entre ellas, a las religiosas del instituto María Hilf; Caridad Brader se ofreció entusiastamente como voluntaria. La beata María Bernarda Bütler, superiora del convento, que encabezó el grupo de las seis misioneras, la descibía con las siguientes palabras: «A la fundación misionera va la madre Caridad, generosa en sumo grado, que no retrocede ante ningún sacrificio y, con su extraordinario don de gentes y su pedagogía, podrá prestar a la misión grandes servicios».

El 19 de junio de 1888 la madre Caridad y sus compañeras emprendieron el viaje hacia Chone, Ecuador. En 1893 continuó misionando, pero ahora en Túquerres, Colombia, donde pasó gran parte de su vida. Ahí, se ganó el afecto de los indígenas, a quienes atendía con gran celo misionero, haciendo hasta lo imposible para llegar hasta donde estaban, desafiando al clima y las condiciones del terreno. Le preocupaban de manera especial los más pobres, los marginados y los que todavía no conocían el Evangelio.

Ante la necesidad de contar con más misioneras para darse vasto en el apostolado, fundó en 1894 la congregación de Franciscanas de María Inmaculada, apoyada por el padre alemán Reinaldo Herbrand. Al incio, la Congregación estuvo compuesta por jóvenes suizas, pero pronto se unieron las vocaciones autóctonas, sobre todo de Colombia, que hicieron crecer su carisma y extendenderlo a varios países.

La madre Caridad, en su actividad apostólica, supo compaginar muy bien la contemplación y la acción. Exhortaba a sus hijas a una preparación académica eficiente, pero «sin que se apague el espíritu de la santa oración y devoción». Cultivaba la vida interior y vivía en continua presencia de Dios.

Su fortaleza espiritual fue la santa Eucaristía, donde encontró los valores que le dieron sentido a su vida. Movida por ese amor, infundió la Adoración Perpetua a Jesús Sacramentado, de manera diurna y nocturna, que dejó como el patrimonio más estimado a su comunidad, junto con el amor y apoyo a los sacerdotes como ministros de Dios.

Fue superiora general y guía espiritual de su Congregación de 1893 hasta 1919, y reelegida de 1928 a 1940; después manifestó su decisión irrevocable de no volver a tomar el cargo, y a su sucesora le prometió filial obediencia.

En 1933 tuvo la alegría de recibir la aprobación pontificia de su Congregación.

A sus 82 años de edad presintió su muerte, no sin antes exhortar a sus hermanas a continuar con las obras de caridad con los más necesitados y adherirse a los sacerdotes.

El 27 de febrero de 1943 en Pasto, Colombia falleció. Al divulgarse la noticia una multitud de devotos acudieron a venerar sus restos mortales, encomendándose a su intercesión. Los funerales se celebraron el 2 de marzo de 1943, con la asistencia de autoridades eclesiásticas y civiles, así como una gran multitud de fieles que decían: «ha muerto una santa». Su tumba sigue siendo meta constante de peregrinos que la invocan en sus necesidades.

El 23 de marzo de 2003 el Papa Juan Pablo II la proclamó Beata.

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