viernes, 6 de febrero de 2015

Santa María Rosa Molas y Vallvé

Nace en Reus el 24 de marzo de 1815. Al día siguien­te recibe, en las aguas bautismales, los nombres de   Rosa Francisca María de los Dolores. En casa la llamarán Dolores o con el diminutivo catalán de Doloretes.

Sus padres son José Molas, natural de Barcelona, y María Vallvé, de Reus. Sus hermanos, Antón y María, hijos del primer matrimonio de su madre. Y José, hijo —como ella— del segundo matrimonio. Un hogar de artesanos acomodados, donde la fe, la honradez, el amor, el trabajo y las sólidas virtudes cristianas serán el clima que respirarán los hijos. Y entre este hogar y la escuela transcurre su niñez y adoles­cencia.


A los dieciséis años, Dolores siente la llamada de Dios. Quiere consagrarse «totalmen­te al Señor y al consuelo y alivio del necesitado». Pero, su padre, un cristiano fervoroso, no comprende la vocación de su hija y un «¡no!» rotundo es la respuesta. Dolores esperará diez años. Comprende que lo más importante que tiene que hacer en la vida es la voluntad de Dios, que se le manifiesta en la negativa paterna. Tendrá que esperar.


Hasta una tarde de Reyes de 1841, en que deja sigilosamente la casa paterna y marcha al Hospital de Reus para hacerse religiosa. Al frente de este Hospital está la llamada «Corporación de Caridad». Al día siguiente la encontramos en una sala de enfermos con el hábito de las Hijas de la Caridad y un nombre nuevo. Ahora es sor María Rosa.


Nos dicen que durante su estancia en el Hospital «no había vacío que su caridad no llenase». Pasa después a la Casa de Caridad en la misma ciudad, para hacerse cargo de una clase de niñas y llevar la dirección del Colegio de señoritas, donde «penetró como ángel de alegría y buen consejo». Y de Reus a Tortosa. 


El 18 de marzo de 1849 se hace cargo de la Casa de Misericor­dia del Jesús, que atraviesa un momento lamentable. A esta delicada misión va como superiora, al frente de cuatro hermanas. ¿Qué se encuentran? Un cóctel de desgraciados y un panorama impresio­nante. Pero enseguida hay un cambio radical: los asilados encuentran la comida caliente, la muda limpia, mucho amor en las hermanas y una madre en María Rosa. Abre una escuela gratuita en la Casa de Misericordia, para los niños de los arrabales próximos y, dos años más tarde, se hace cargo de una escuela pública en la ciudad. En 1852 saca el título de maestra y asume la dirección del Hospital de la Santa Cruz, que también atraviesa un momento difícil. Esta es la obra de María Rosa en Tortosa. Tres estableci­mientos bajo su dirección. Pero le queda por realizar la obra más importante: la fundación de las Hermanas de Ntra. Sra. de la Consola­ción.

Fundada la Congregación, su misión consoladora se extiende por La Plana y el Campo de Tarragona y entramos en el año 1876. María Rosa ha cumplido sesenta y un años. Ha trabajado mucho, ha sufrido en su cuerpo y en su espíritu a lo largo de su vida, consagrada «totalmente al Señor y al consuelo y alivio del necesitado». Padece una grave enfermedad. Siente muy dentro que Dios la llama para unirse definitivamente con Él. 


Sigue amando entrañablemente a la vida, a sus pobres, a sus enfermos, a sus ancianos, a sus alumnas, a sus hijas... Está en el lecho de muerte. Y, desde el hondón de su alma, sale una frase como grito de plegaria: « ¡Déjeme marchar!». Partió de esta tierra. Era el 11 de junio de 1876, domingo de la Santísima Trinidad. 

Partió, pero está. Vive en Dios y en su Obra.
Fue canonizada el 11 de diciembre de 1988 por San Juan Pablo II. 


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