domingo, 20 de septiembre de 2020

San José Benito Cottolengo

Un día de septiembre de 1827, un sacerdote fue a llevar los últimos sacramentos a una joven dama francesa que, mientras viajaba de Milán a Lyon, con su esposo y sus tres hijitos, había caído enferma en Turín. Allí, en la miserable casucha de un barrio inmundo, la joven dama murió por falta de atención médica, con el consuelo espiritual que le había llevado el sacerdote. Este era el canónigo José Benito Cottolengo originario de Bra del Piamonte. El buen canónigo, un hombre de gran caridad, quedó aterrado al saber que no había en Turín ninguna institución que se ocupase de los casos semejantes al de la señora francesa. Aunque no tenía dinero, el padre José alquiló inmediatamente cinco cuartos en una casa llamada «Volta Rossa»; una dama le proporcionó algunas camas; un médico y un farmacéutico ofrecieron sus servicios y pronto, se inauguró el hospital con cinco pacientes. Al poco tiempo, hubo que aumentar el número de cuartos. El padre José organizó a los voluntarios, de suerte que pudiesen prestar sus servicios en forma permanente. A los hombres los llamó hermanos de San Vicente; las mujeres, que pronto adoptaron una regla, un hábito y una superiora, recibieron el nombre de Hijas de San Vicente de Paúl, o Hermanas Vicentinas.



En 1831, se desató una epidemia de cólera en Turín. Las autoridades, temerosas de que «Volta Rossa» se convirtiese en un foco de infección, clausuraron el hospital. El P. José comentó, sin inmutarse: «En mi tierra dicen que los nabos se multiplican por transplantación. Cambiaremos, pues, de sitio». Las vicentinas asistieron a los enfermos, en sus casas, durante la epidemia. Después, el hospital se trasladó a Valdocco, que quedaba entonces fuera de Turín. El canónigo llamó a la nueva residencia «la Piccola Casa» o Casita de la Divina Providencia. Sobre la entrada colocó un letrero que decía: «Caritas Christi urget nos», el versículo del Apóstol en 2Cor 5,14: «El amor de Cristo nos apremia». Poco a poco se construyeron otros edificios para hacer frente a la creciente demanda. Los nombres eran característicos: «Casa de la Fe», «Casa de la Esperanza», «Casa de la Madonna», «Belén». En lo que san José Cottolengo llamaba su «Arca de Noé», albergaba a los epilépticos, a los sordomudos, a los enfermos de cualquier clase, a los huérfanos, a los contrahechos y a los inválidos de toda especie. Construyó dos casas para los retrasados mentales, a los que llamaba tiernamente «mis buenos chicos» y fundó una casa de refugio, en la que se desarrolló una congregación religiosa, bajo el patrocinio de Santa Thais. Un escritor francés calificó el conjunto de edificios de «Universidad de la Caridad Cristiana», pero el fundador seguía llamándola «la Piccola Casa». Convencido de que era un simple instrumento en las manos de Dios, el P. Cottolengo jamás atribuyó el éxito a su talento de organizador. En cierta ocasión formuló sus sentimientos de manera muy gráfica, al dirigirse a las vicentinas: «Somos como las marionetas de un teatro. Los títeres se mueven, brincan, bailan y dan señales de estar vivos, en tanto que el manipulador los mueve. Unas veces representan a un rey, otras a un payaso ... Pero en cuanto termina el acto, quedan desmadejados en un rincón, cubiertos de polvo. Lo mismo sucede con nosotros: la Divina Providencia nos manipula y nos mueve en nuestras diferentes funciones. Nuestro deber es acomodarnos a sus planes y representar el papel que nos ha destinado; responder pronta y exactamente al movimiento que nos imprime la mano de Dios».

«Don Cottolengo» dirigía toda la organización, sin llevar cuentas de ninguna especie; gastaba el dinero tan pronto como lo recibía y jamás hizo inversiones productivas. Llegó hasta a rehusar el patronato real para su obra, pues estaba bajo el patrocinio del Rey de Reyes. En vano le aconsejaron sus amigos, repetidas veces que obrase con prudencia para asegurar el futuro de su obra. Los acreedores le molestaban continuamente, la caja estaba vacía y las provisiones escaseaban, pero el siervo de Dios confiaba en la Divina Providencia, que jamás le abandonó. Y para asegurar el porvenir de la «Piccola Casa», contaba con las oraciones y no con el dinero. Para cumplir lo que él consideraba como la voluntad de Dios, fundó, junto con la organización, varias comunidades religiosas, cuya principal finalidad consistía en orar por todas las necesidades. Entre dichas comunidades se contaban las Hijas de la Compasión, que se dedican a orar por los moribundos; las «Sufragistas» de las santas almas, que piden por las ánimas del Purgatorio; las Hijas del Buen Pastor, que trabajan y oran por las jóvenes que se hallan en peligro y una comunidad muy estricta de carmelitas, que ofrecen oraciones y sacrificios por toda la Iglesia. Para los hombres, fundó las congregaciones de los ermitaños del Santo Rosario y la de sacerdotes de la Santísima Trinidad.

A los cincuenta y seis años, extenuado por una fiebre tifoidea y por una vida de trabajo y penitencia, «Don Cottolengo» entró en agonía. Sin experimentar la menor ansiedad por el futuro de su obra, nombró a su sucesor, se despidió de sus hijos espirituales y se trasladó a Chieri, donde murió nueve días después, en casa de su hermano, el canónigo Luis Cottolengo. Casi todas las obras que fundó siguen florecientes en la actualidad y la «Piccola Casa», hospeda todavía a miles de gentes pobres, e incluso se habla normalmente de «un cottolengo» para referirse no sólo a la obra del santo sacerdote, sino a un tipo de casa de cuidados caritativos para los pobres. San José Cottolengo fue canonizado en 1934, junto con su amigo san Juan Bosco.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario