“Madre mía, que quien me mire, te vea”.
María Teresa González-Quevedo Nació en Madrid el 12 de abril de 1930. Su familia vive en la capital de España, y ofrece sus hijos una buena educación cristiana.
María Teresa (para muchos, simplemente Teresita) desarrolla una personalidad inquieta, entusiasta y atrevida. Le gusta el tenis y otros deportes. Es alegre, llena de amor por la vida y menos amor por los libros. Cuando tiene 10 años, escribe, con poca ortografía pero con mucha ilusión, esta frase: “He decidido ser santa”.
Su vida empieza a madurar. Hace unos ejercicios espirituales que marcan el rumbo de sus decisiones, sin que pierda nada de su alegría y entusiasmo de siempre. Ingresa a la Congregación mariana y escribe la frase que es el título de este artículo. Un día de mayo, sale de su corazón una súplica especial: “¡Madre mía, dame vocación religiosa!” Luego se asusta de lo que acaba de pedir. A una amiga le confiesa: “¡Mira que si la Virgen me la da de verdad!...”
Dios le susurra que la quiere para Él. Cuando Teresita vuelve a hablar de la vocación con una amiga, ésta le dice: yo quiero viajar y divertirme mientras sea joven, y ya cuando sea anciana entraré en un Convento para asegurarme el cielo. Teresita responde con decisión: “¡Qué tacaña y egoísta! ¡Cómo que te crees que Jesús te va a admitir ya achacosa, cuando hayas ofrecido lo mejor de tu vida al mundo! Jesús tiene mejor gusto, y quiere como ofrenda la juventud con sus alegrías y sus ilusiones”.
En 1947 Teresita tiene 17 años, y una belleza física muy particular. Los chicos se sienten atraídos por ella, pero notan algo especial que les obliga a respetarla, a tratarla como a alguien que viaja por horizontes más lejanos. Ella lleva en su corazón un propósito firme: seré religiosa. Sueña en las misiones, sueña en China. Su alma añora otros mundos, desea llevar a Cristo a rincones donde no conocen al Maestro.
Habla con su director espiritual, habla con una tía suya, religiosa, para pedir consejo. Reza. Hay que dar la noticia en casa. ¿Cómo decir a papá que tiene vocación? Decide dar la noticia el 7 de enero de 1948. Su padre quiere poner a prueba a su hija: quiere saber si es consciente de lo que dice, si ve que es compatible su carácter alegre con los sacrificios que tendrá que practicar.
Teresita está decidida y dispuesta a aceptarlo todo con tal de decir que sí a Dios. Incluso propone la fecha en la que quiere entrar al Noviciado de las Carmelitas de la Caridad: el 23 de febrero de ese mismo año 1948.
La familia y los amigos muestran su sorpresa. Una chica tan guapa... Hay quien no comprende, hay quien apoya, hay quien calla. Sus padres dan el permiso y dejan vía libre a la acción de Dios. Su hija les ha pedido algo bueno, y no quieren ser ellos un obstáculo para un camino de entrega.
Llega el 23 de febrero. El día anterior había sido claro, sereno. Teresita hubiese querido entrar al Noviciado con el regalo de la nieve, pero parece un sueño imposible. Por la noche, sin embargo, la nieve empieza a caer. Teresa llega a las puertas de su nueva familia mientras la ciudad de Madrid se viste de gala y los petirrojos pueden saltar sobre la capa blanca de la nieve...
Empieza su vida de postulante y novicia. Muchas amigas van a verla, se sienten cautivadas por su alegría, por sus certezas. Descubren que el darse a Dios no es sinónimo de tristeza o de fracaso. Entrevén que quien es generoso con la vocación también puede ser profundamente feliz.
¿Qué quiere Dios de Teresita? Ella desea alcanzar la meta de la santidad de la mano de la Virgen. Escucha y espera. Dios, en mayo de 1949, empieza a revelar sus planes: una extraña fiebre da la alarma, indica que algo no va bien. Después de los análisis, se descubre que la novicia sufre una pleuresía aguda.
En su diario escribe: “Durante la Comunión tenía tantas ganas de entregarme completamente a Jesús para demostrarle cuánto quería amarlo, que me ofrecí como víctima para que hiciera de mí lo que quisiera”. Siente una llamada profunda a confiar, a ponerse en manos de Dios. Dirá a alguna compañera: “Para ser santa el primer paso es la confianza, y después abandonarse en manos de la Virgen, para que Dios haga lo que quiera...”
Prevé que morirá antes de la fecha en la que se declare el dogma de la Asunción de la Virgen. En enero de 1950, Teresita sufre un fuerte dolor de cabeza. Llaman a su padre, que era médico, y diagnostica meningitis tuberculosa: no hay nada que hacer... El mismo Sr. González-Quevedo quiere hacer entender a su hija que está muy mal, que quizá su vida termine muy pronto. Con sorpresa de todos, la novicia reacciona con una especial alegría: sabe que pronto será recibida en el cielo por una Madre que la quiere mucho...
La Maestra de novicias ve a Teresita demasiado segura de ir al cielo. Un día le pregunta: “Pero, si tú no has ganado el Cielo, ¿cómo vas a conseguirlo tan pronto?” La novicia responde con naturalidad: “¡¡Claro que no me lo he ganado!! Pero me lo regalan; ya sabes tú lo del Buen Ladrón. Si Jesús y María, a quienes nunca separo, me lo quieren regalar, ellos son muy dueños”.
El Jueves Santo de ese año sufre un brusco empeoramiento. Todo su cuerpo tiembla, pero sigue musitando en los labios algunas invocaciones marianas. Poco a poco se va apagando, pero todavía puede decir con decisión: “¡Jesús, te amo por los que no te aman!... ¡Madre mía! ¡mil veces morir antes que ofenderte!”
Llega la agonía. Teresita puede repetir algunas oraciones. Al final, da un fuerte grito: “¡Madre mía, ven a recibirme... y llévame contigo al Cielo!” Después, más serena, dice: “Por los que... no te aman...”
Pocos minutos después, deja esta tierra. Es el 8 de abril del Año Santo de 1950.
Lo que ha pasado después de su partida no lo sabemos. Teresita brilló un poco en esta tierra. Con su sonrisa, con su generosidad, con su deseo de ser misionera. Dios llega también hoy a muchos corazones a través de testimonios como el suyo. La Virgen, a la que ella tanto quería, nos enseña que es posible amar también en los momentos de dolor, cuando la enfermedad destruye una vida que parecía prometer tanto, y que, en realidad, ha dado tanto en tan poco tiempo.
María Teresa González-Quevedo Nació en Madrid el 12 de abril de 1930. Su familia vive en la capital de España, y ofrece sus hijos una buena educación cristiana.
María Teresa (para muchos, simplemente Teresita) desarrolla una personalidad inquieta, entusiasta y atrevida. Le gusta el tenis y otros deportes. Es alegre, llena de amor por la vida y menos amor por los libros. Cuando tiene 10 años, escribe, con poca ortografía pero con mucha ilusión, esta frase: “He decidido ser santa”.
Su vida empieza a madurar. Hace unos ejercicios espirituales que marcan el rumbo de sus decisiones, sin que pierda nada de su alegría y entusiasmo de siempre. Ingresa a la Congregación mariana y escribe la frase que es el título de este artículo. Un día de mayo, sale de su corazón una súplica especial: “¡Madre mía, dame vocación religiosa!” Luego se asusta de lo que acaba de pedir. A una amiga le confiesa: “¡Mira que si la Virgen me la da de verdad!...”
Dios le susurra que la quiere para Él. Cuando Teresita vuelve a hablar de la vocación con una amiga, ésta le dice: yo quiero viajar y divertirme mientras sea joven, y ya cuando sea anciana entraré en un Convento para asegurarme el cielo. Teresita responde con decisión: “¡Qué tacaña y egoísta! ¡Cómo que te crees que Jesús te va a admitir ya achacosa, cuando hayas ofrecido lo mejor de tu vida al mundo! Jesús tiene mejor gusto, y quiere como ofrenda la juventud con sus alegrías y sus ilusiones”.
En 1947 Teresita tiene 17 años, y una belleza física muy particular. Los chicos se sienten atraídos por ella, pero notan algo especial que les obliga a respetarla, a tratarla como a alguien que viaja por horizontes más lejanos. Ella lleva en su corazón un propósito firme: seré religiosa. Sueña en las misiones, sueña en China. Su alma añora otros mundos, desea llevar a Cristo a rincones donde no conocen al Maestro.
Habla con su director espiritual, habla con una tía suya, religiosa, para pedir consejo. Reza. Hay que dar la noticia en casa. ¿Cómo decir a papá que tiene vocación? Decide dar la noticia el 7 de enero de 1948. Su padre quiere poner a prueba a su hija: quiere saber si es consciente de lo que dice, si ve que es compatible su carácter alegre con los sacrificios que tendrá que practicar.
Teresita está decidida y dispuesta a aceptarlo todo con tal de decir que sí a Dios. Incluso propone la fecha en la que quiere entrar al Noviciado de las Carmelitas de la Caridad: el 23 de febrero de ese mismo año 1948.
La familia y los amigos muestran su sorpresa. Una chica tan guapa... Hay quien no comprende, hay quien apoya, hay quien calla. Sus padres dan el permiso y dejan vía libre a la acción de Dios. Su hija les ha pedido algo bueno, y no quieren ser ellos un obstáculo para un camino de entrega.
Llega el 23 de febrero. El día anterior había sido claro, sereno. Teresita hubiese querido entrar al Noviciado con el regalo de la nieve, pero parece un sueño imposible. Por la noche, sin embargo, la nieve empieza a caer. Teresa llega a las puertas de su nueva familia mientras la ciudad de Madrid se viste de gala y los petirrojos pueden saltar sobre la capa blanca de la nieve...
Empieza su vida de postulante y novicia. Muchas amigas van a verla, se sienten cautivadas por su alegría, por sus certezas. Descubren que el darse a Dios no es sinónimo de tristeza o de fracaso. Entrevén que quien es generoso con la vocación también puede ser profundamente feliz.
¿Qué quiere Dios de Teresita? Ella desea alcanzar la meta de la santidad de la mano de la Virgen. Escucha y espera. Dios, en mayo de 1949, empieza a revelar sus planes: una extraña fiebre da la alarma, indica que algo no va bien. Después de los análisis, se descubre que la novicia sufre una pleuresía aguda.
En su diario escribe: “Durante la Comunión tenía tantas ganas de entregarme completamente a Jesús para demostrarle cuánto quería amarlo, que me ofrecí como víctima para que hiciera de mí lo que quisiera”. Siente una llamada profunda a confiar, a ponerse en manos de Dios. Dirá a alguna compañera: “Para ser santa el primer paso es la confianza, y después abandonarse en manos de la Virgen, para que Dios haga lo que quiera...”
Prevé que morirá antes de la fecha en la que se declare el dogma de la Asunción de la Virgen. En enero de 1950, Teresita sufre un fuerte dolor de cabeza. Llaman a su padre, que era médico, y diagnostica meningitis tuberculosa: no hay nada que hacer... El mismo Sr. González-Quevedo quiere hacer entender a su hija que está muy mal, que quizá su vida termine muy pronto. Con sorpresa de todos, la novicia reacciona con una especial alegría: sabe que pronto será recibida en el cielo por una Madre que la quiere mucho...
La Maestra de novicias ve a Teresita demasiado segura de ir al cielo. Un día le pregunta: “Pero, si tú no has ganado el Cielo, ¿cómo vas a conseguirlo tan pronto?” La novicia responde con naturalidad: “¡¡Claro que no me lo he ganado!! Pero me lo regalan; ya sabes tú lo del Buen Ladrón. Si Jesús y María, a quienes nunca separo, me lo quieren regalar, ellos son muy dueños”.
El Jueves Santo de ese año sufre un brusco empeoramiento. Todo su cuerpo tiembla, pero sigue musitando en los labios algunas invocaciones marianas. Poco a poco se va apagando, pero todavía puede decir con decisión: “¡Jesús, te amo por los que no te aman!... ¡Madre mía! ¡mil veces morir antes que ofenderte!”
Llega la agonía. Teresita puede repetir algunas oraciones. Al final, da un fuerte grito: “¡Madre mía, ven a recibirme... y llévame contigo al Cielo!” Después, más serena, dice: “Por los que... no te aman...”
Pocos minutos después, deja esta tierra. Es el 8 de abril del Año Santo de 1950.
Lo que ha pasado después de su partida no lo sabemos. Teresita brilló un poco en esta tierra. Con su sonrisa, con su generosidad, con su deseo de ser misionera. Dios llega también hoy a muchos corazones a través de testimonios como el suyo. La Virgen, a la que ella tanto quería, nos enseña que es posible amar también en los momentos de dolor, cuando la enfermedad destruye una vida que parecía prometer tanto, y que, en realidad, ha dado tanto en tan poco tiempo.
Fue proclamada venerable por San Juan Pablo II el 9 de junio de 1983.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario