Madre María Domenica Mantovani, primogénita de cuatro hermanos, era hija de Giovanni Battista Mantovani y de Prudenza Zamperini. Nació en Castelletto di Brenzone, en la provincia de Verona (Italia), el 12 de noviembre de 1862. Fue bautizada al día siguiente.
Recibió la confirmación el 12 de octubre de 1870 y la primera comunión el 4 de noviembre de 1874.
Frecuentó con gran provecho la escuela primaria, pero no pudo seguir estudiando debido a la pobreza de su familia. Su inteligencia, voluntad y extraordinario sentido práctico suplieron su falta de estudios. Desde la niñez manifestó ser muy propensa a la oración y a las cosas de Dios. En la base de una sensibilidad religiosa y cristiana tan profunda y tan llena de gracia, destinada a crecer e irradiar viva luz, se hallaba el testimonio de sus padres y familiares, personas sencillas, trabajadoras, honestas y ricas en fe.
El catecismo fue la fuente privilegiada que proporcionó en gran medida la formación cristiana a la Sierva de Dios. En efecto, el catecismo -junto con las enseñanzas de la familia- sentó las sólidas bases sobre las que ella construiría a lo largo de los años su personalidad humana y cristiana. La casa, la escuela y la iglesia fueron los gimnasios que plasmaron, desde la niñez, su carácter y que dieron una orientación precisa a toda su vida.
Transcurrió toda la juventud, hasta los treinta años, en el seno de su familia. Creció sana de espíritu y de cuerpo y se distinguió siempre por su bondad, docilidad, transparencia de vida y extraordinaria piedad.
Ya de muchacha era apóstol de sus coetáneas, a quienes educaba a la virtud con buenas lecturas y, sobre todo, con el testimonio de su vida.
Cuando tenía 15 años, entró en Castelletto el Beato Giuseppe Nascimbeni, primero como maestro y cooperador (1877-1885) y luego como párroco (1885-1922). Desde entonces, él fue su firme y luminoso guía espiritual y ella su generosa colaboradora en las múltiples actividades parroquiales: era el alma de la juventud de todo el pueblo y era amada, escuchada y estimada por todos sus conciudadanos.
Se dedicaba con celo a la enseñanza del catecismo a los niños y se prodigaba con caridad evangélica visitando y asistiendo a los pobres y a los enfermos.
Inscrita en la Pía Unión de las Hijas de María, observó siempre fielmente las prescripciones del reglamento, convirtiéndose en el espejo y el modelo de sus compañeras, a quienes, gracias a su gran ascendiente, lograba dar eficaces lecciones de vida.
Particularmente devota de María Inmaculada, el 8 de diciembre de 1886 emitió el voto de virginidad perpetua en manos de Don Giuseppe Nascimbene, su director y párroco.
La devoción a María Inmaculada fue el respiro de su alma; la intimidad con Cristo Jesús y la contemplación de la Sagrada Familia, la fuerza de su vida.
Deseosa de consagrarse al Señor, conoció el designio de Dios sobre ella a través del Beato Nascimbene, quien quiso que fuera su colaboradora en la fundación de la Congregación de las Hermanitas de la Sagrada Familia (6 de noviembre de 1892), de la que fue así Cofundadora y primera Superiora general.
La Sierva de Dios prestó una singular ayuda, en las actividades parroquiales y en el gobierno del Instituto, al Beato Nascimbene, de quien fue siempre devotísima y cuyos proyectos y deseos interpretó y llevó a la práctica con fidelidad.
Contribuyó de manera esencial a la elaboración de las Constituciones, inspiradas en la Regla de la Tercera Orden Regular de San Francisco, y a la formación de las hermanas. Su colaboración, junto con su irreprensible testimonio de vida, influyó de manera determinante en el desarrollo y la expansión del Instituto. Su obra completó la del Fundador, imprimiendo en la espiritualidad de la Familia religiosa las notas distintivas que marcarían su vida y su acción en la Iglesia y en el mundo. La obra del Fundador y la de la Cofundadora se trenzaron forjando a las primeras hermanas de acuerdo con el carisma recibido del Espíritu Santo. La del Beato era intensa, fuerte, enérgica; la de la Sierva de Dios, escondida y delicada pero firme y sin desmayos, reforzada, además, con elocuentes ejemplos y pacientes esperas.
En los escritos de la Sierva de Dios emergen con nitidez sus cualidades de madre amorosa y buena, de maestra sabia e inteligente, celosa y alguna vez exigente con miras al auténtico bien.
A la muerte del Fundador, ella, rica en virtudes y llena de sabiduría y de prudencia, continuó guiando el Instituto con fortaleza de ánimo, con gran confianza en Dios y con profundo sentido de responsabilidad, deseosa de transmitir a sus hijas las enseñanzas del Fundador, a fin de que se conservara y se viviera íntegramente el espíritu genuino de los orígenes.
Antes de morir tuvo el consuelo de lograr la aprobación definitiva de las Constituciones y la aprobación ad septennium del Instituto, y de ver la obra continuada por unas 1.200 hermanas dedicadas a toda suerte de actividades apostólicas y caritativas en las 150 casas de la Congregación, en Italia y en otros países.
La Sierva de Dios progresó hasta el final de sus días en el camino de la santidad, dando prueba de todas las virtudes, especialmente de la virtud de la humildad.
Cerró su luminosa jornada terrena el día 2 de febrero de 1934, tras unos breves días de enfermedad.
El 24 de abril de 2001, Su Santidad Juan Pablo II, acogiendo y ratificando los votos de la Congregación para las Causas de los Santos, la declaró Venerable. Fue beatificada el 27 de abril de 2003 por San Juan Pablo II.
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sábado, 21 de marzo de 2020
Beata María Domenica Montovani
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