Nació el año 1552 en el seno de una familia católica de la burguesía polaca de Braunsberg-Ermland (actualmente Braniewo). Hasta los 19 años disfrutó de su privilegiada situación pasando gran parte del tiempo entregada a placeres accesibles a ella dada su pertenencia a una elevada clase social. El lujo de la época, las fiestas y entretenimientos diversos ocupaban su quehacer. Ahora bien, esta forma de vida, que compartía con jóvenes de su posición como algo natural, no influía en el trato con sus padres, que era tierno y respetuoso, fruto de la excelente educación que había recibido tanto humana como espiritual.
La costumbre de leer vidas de santos en el hogar, que muchas familias han adoptado a lo largo de la historia, es una loable acción pedagógica, de sesgo claramente evangelizador, que ha ejercido en no pocas ocasiones un poderoso influjo en la decisión de los hijos, ya que los modelos de esos hombres y mujeres que han rubricado la historia con su renuncia y generosidad son seres reales que ponen de relieve la accesibilidad de una vocación que es invitación universal efectuada por el mismo Cristo. Peter Protmann reunía a sus hijos todas las noches y les daba a conocer el devenir de estos insignes heraldos de Dios, transmitiéndoles, a la par, tradiciones históricas ejemplares para su acontecer. Entre todas las biografías que fue conociendo, a Regina le impresionó la vida de santa Catalina de Alejandría, cuyo nombre llevaba el templo en el que fue bautizada. Aunque era una líder nata entre sus amistades, la influencia de este fructífero hábito de su padre había ido calando en su corazón, y acariciaba la idea de imitar a su santa preferida. No demoró mucho tiempo su decisión.
Tenía 19 años, una edad espléndida, cuando abandonó los fabulosos medios que habían puesto a su alcance, desestimó un posible matrimonio con un acomodado caballero, y se embarcó en la misión que iba a llevarla a los altares. Desde ese momento la morada en la que se recluyó junto a otras dos compañeras, que se hallaba en estado semi-ruinoso, le sirvió para dar un giro radical a su existencia. Se dedicó por entero a Dios a través de una vida austera, que tenía como pilares la oración, la pobreza y vivencia de la caridad. Llamada a atender fundamentalmente a los enfermos, necesitados, a la infancia sumida en la indigencia y el abandono, erigió la congregación de las Hermanas de Santa Catalina, aprobada en 1603 con el lema «Ora y trabaja». Obra novedosa, en una época que desconocía la vinculación efectiva y simultánea de una vida contemplativa y activa, se centraba en atender a los enfermos en sus domicilios y en los hospitales. Con este carisma Regina abrió una vía para otras fundaciones que seguirían sus pasos. Fue elegida abadesa de la Orden que pronto tuvo muchas vocaciones y se extendió por distintos países del centro y sur de Europa, así como en Brasil y en Togo. Ancianos, enfermos mentales y aquejados por la peste, entre otros, recibían cuidados de las religiosas. En 1586 Regina puso en marcha también otras casas dirigidas principalmente a ofrecer educación cristiana a las niñas.
La beata se abrazó a la cruz dando testimonio del modo en que se ha de cumplir la voluntad del Padre Celestial, como hizo su Divino Hijo. El lema de su vida fue: «como Dios quiera», íntima determinación que incluye numerosas y secretas renuncias cotidianas, que es como se labra la santidad. En ello confluyen todos los que han alcanzado la gloria de Bernini, con independencia de la época histórica en la que hayan vivido. Portaron la cruz elegantemente, superando, con la gracia de Cristo y por amor a Él, dudas, vacilaciones, temores y cualquiera de las deficiencias que advirtieron en sí mismos, amén de soportar con paciencia las que provenían del exterior, sin dejar de materializar la misión a la que fueron llamados. Regina no fue una excepción. Murió en Braunsberg el 18 de enero de 1613, después de haber sufrido mucho tras una larga enfermedad que fue especialmente dolorosa. Sus restos fueron trasladados a Grottaferrata, en las inmediaciones de la Ciudad Eterna. Fue beatificada por San Juan Pablo II el 13 de junio de 1999.
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