El pequeño Peerke (así le llamaban cariñosamente) nace en 1809 en una pequeña aldea del Brabante holandés. La casa que lo ve nacer es muy pobre, lo mismo que su familia, donde el padre trabaja como tejedor.
Pedro acude a la escuela solo hasta los 12 años, porque después se ve obligado a trabajar. Si bien desde niño siente la llamada al sacerdocio, su delicada salud, la carencia de recusos y sus pocas cualidades intelectuales, no se lo ponen fácil. Finalmente, y cuando cuenta ya con 22 años, entra en el seminario como alumno-empleado. Fascinado pronto por las misiones en el extranjero, intentará hacerse religioso, pero las puertas se le cierran una y otra vez por su avanzada edad y escasas dotes.
Ordenado finalmente sacerdote en 1841, y habiéndose ofrecido voluntario, desembarca en Paramaribo (Surinam) tras mes y medio de viaje. Allí descubrirá una increíble miseria religiosa y moral, además de un campo de trabajo abrumador, un clima tropical con abundantes tormentas y mosquitos, extensiones inmensas de selva, ríos y barro, multitud de enfermedades y gran diversidad de razas. Y, sobre todo, muchos leprosos. Ellos serán “su dote”, porque acabará siendo nombrado capellán de los leprosos de Batavia. Posteriormente, designados los redentoristas para dirigir la misión, Pedro se siente llamado a ser uno de ellos; lo será con 57 años. Su entrega por completo a los más abandonados, ya como redentorista, durará casi veinte años más. Su salud, muy delicada, terminará por quebrar en 1887. Después de 13 años yaciendo entre los suyos los más pobres es trasladado a la catedral de Paramaribo, donde reposan hoy sus restos. En 1982 Juan Pablo II lo declara Beato.
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