San Enrique de Ossó y Cervelló nació el 16 de octubre de 1840 en Vinebre, Tarragona (España). Era el último de los tres hijos de Jaime y Micaela. Sus padres eran buenos cristianos, le educaron en la fe y en la piedad. Micaela tenía el deseo de que su hijo pequeño llegase a ser sacerdote y así se lo manifestó a Enrique en varias ocasiones. Él, sin embargo, estaba convencido de su vocación de maestro. Por otra parte, la idea que su padre se había hecho era bien distinta, pues deseaba que trabajase en el mundo del comercio.
Cuando Enrique tenía 12 años, su padre le mandó con su tío Juan, que tenía un comercio textil en Zaragoza, para que fuese aprendiendo el oficio. En los meses que pasó con él, el muchacho aprendió bien las destrezas del comercio de las telas y familiarizó ampliamente con todo lo relativo a cuentas y facturas. Estando allí, Enrique contrajo unas fiebres que le pusieron al borde de la muerte. Su tío, muy preocupado por la salud del pequeño, le encomendó a Nuestra Señora del Pilar y pidió que le fueran administrados los últimos sacramentos, recibiendo su primera comunión como viático. La Santísima Virgen no se hizo esperar y Enrique se restableció enseguida. A pesar de la notable mejoría, su tío decidió devolverlo a casa de sus padres.
Su padre dispuso entonces enviarlo a Reus (Tarragona) para que empezase a trabajar como dependiente en un importante comercio de tejidos. Durante su estancia en Reus recibe la noticia de que su madre ha contraído el cólera y está agonizando. Enrique se presenta enseguida en Vinebre y llega a tiempo para despedirse de ella. La madre moribunda volvió a confiarle su mayor deseo, que llegase a ser sacerdote. El 15 de septiembre falleció Micaela, cuando Enrique tenía 14 años.
Después de la muerte de su madre, Enrique vuelve a Reus, pero ya no es el mismo. La muerte de su madre le había afectado profundamente y en él comenzaba a madurar un anhelo de soledad y de entrega a Dios. Se da a la oración y a la lectura de las obras de Santa Teresa de Jesús. Poco después escribe una carta a su padre en la que le manifiesta su decisión de marcharse y dejarlo todo, pidiéndole que reparta sus bienes entre los pobres. “[...] Mi ausencia le causará tristeza, padre; pero es la gloria de Dios lo que me motiva. Su dolor se transformará en gozo si recuerda que pronto nos encontraremos en el cielo [...] Me marcho; no temáis por mí; Dios será mi protector y mi defensor. La gloria y el servicio de mi Eterno Padre han motivado mi ausencia; adiós”.
Enrique no le dijo adónde iba. Su deseo era ser ermitaño y se dirigió, sin dinero ni equipaje, al Monasterio Benedictino de Montserrat, en Barcelona, para ofrecerse a María. Por el camino se encontró con un niño que mendigaba y, como no tenía nada que ofrecerle, intercambió con él su ropa. Así llegó a Montserrat, con los pobres andrajos del mendigo.
Pocos días tardó la familia en recibir su carta y ponerse a buscarle. Entre sus cosas encontraron varios folletos sobre Montserrat. Conociendo su predilección por este santuario, sospecharon que ese pudiera ser su paradero. Su hermano Jaime se dirigió allí y le buscó desesperadamente. Finalmente, encontró a un niño andrajoso rezando ante el altar. En un movimiento del muchacho descubrió que era su hermano. Jaime intentó convencer a Enrique para que volviera a casa, pero este se negaba por considerar que la voluntad del Señor sobre él era muy distinta a la de su padre. Jaime comprendió entonces que aquello era algo de Dios. Le rogó que volviese a casa, comprometiéndose a ayudarle para que pudiera seguir su vocación.
En 1854, comenzó sus estudios en el seminario de Tortosa. El joven seminarista destacaba por sus virtudes: tenía una gran piedad, era entregado y amable con todos, era responsable respecto a los estudios, disciplinado, tenía un gran celo apostólico... En esta época se zambulle totalmente en los escritos de Santa Teresa de Jesús, gran inspiradora de su vida espiritual y apostólica, a la que cariñosamente llama “la robadora de corazones”. Durante el curso, además de dedicarse a los estudios como tarea principal, sabe sacar tiempo para el apostolado y para la caridad con los enfermos. Durante las vacaciones, se retiraba al “Desierto de las Palmas”, en Castellón, buscando el silencio y la oración.
El día 6 de octubre de 1867 fue ordenado sacerdote en Tortosa y quiso celebrar su primera Misa en el Santuario de Montserrat, al día siguiente, fiesta de Nuestra Señora del Rosario.
Como sacerdote, se volcó de lleno en la formación de niños y jóvenes, pues veía que crecían en un mundo cada vez menos cristiano y le preocupaba la salvación de sus almas. Compaginaba sus tareas pastorales con la docencia, dando clases de matemáticas y de física en el seminario de Tortosa.
Su incansable celo apostólico le llevó a escribir numerosos folletos formativos. Para él, la formación de los jóvenes y la catequesis eran esenciales. Por eso organizó una escuela de catequistas en muchas iglesias de Tortosa y escribió una “Guía práctica para los catequistas”, su primer libro. Lanza también dos revistas: "El amigo del pueblo" y “Santa Teresa de Jesús”, en las que transmite las enseñanzas del Santo Padre, enseña el arte de la oración, expone la doctrina católica y propaga la devoción a Santa Teresa. En 1874 publica “El cuarto de hora de oración”, libro de meditaciones que alcanzó una grandísima difusión. Fundó varias asociaciones y congregaciones marianas con el fin de familiarizar a los jóvenes con la oración y enseñarles a ser apóstoles en sus ambientes.
El Señor le inspiró también una fundación más grande. Ya había hecho mucho por los jóvenes, pero necesitaba mujeres que, como madres espirituales, se consagraran totalmente a esta labor de formación. Por eso, en el año 1876, fundó en Tarragona la “Compañía de Santa Teresa de Jesús”, una congregación religiosa femenina en la que se consagraron inicialmente 8 maestras. Su deseo era que ellas, empapadas del espíritu de Santa Teresa de Ávila, se dedicaran especialmente a la formación de mujeres, con el fin de “extender el reinado del conocimiento y amor a Jesucristo por todo el mundo por medio de los apostolados de la oración, enseñanza y sacrificio” (San Enrique de Ossó).
Desde la fundación de la Compañía, San Enrique se dedicó cuidadosamente a la formación de las hermanas, a las que alentaba en su vida espiritual y apostólica, contagiándoles su celo y entusiasmo. Aún en vida del Fundador, pudieron ver cómo la obra se expandía por España y llegaba también a otros países: Portugal, Uruguay y Méjico.
San Enrique de Ossó fue un apóstol incansable de Jesús. Su secreto era, sin duda, la intimidad con Él, que le hizo ser otro Cristo. Él mismo decía: “Para conformarse a la vida de Jesucristo es necesario, sobre todo, estudiarla, meditarla, no sólo en su aspecto exterior, sino penetrando en los sentimientos, deseos, afectos e intenciones de Jesucristo, para hacer todo en unión perfecta con Él… El que obre así se transformará en Jesús y podrá decir con el Apóstol: «No soy yo quien vive, es Cristo quien vive en mí»".
En enero de 1896, San Enrique se quiso retirar unos días en el convento franciscano “Sancti Spiritu”, en Gilet (Valencia), para hacer ejercicios espirituales y dedicar un tiempo a leer y escribir. Estando allí, compuso una novena al Espíritu Santo y escribió un tratado sobre la vida mística. El día 27 por la noche se encontraba mal y decidió subir a avisar a los frailes. Pero no llegó a tiempo, pues en las escaleras cayó desplomado. Los auxilios fueron vanos, ya que su corazón estaba extenuado. En pocas horas murió. Se había desgastado hasta el último minuto. Los que le habían conocido, sabían que se trataba de la muerte de un santo. Fue enterrado allí y trasladado posteriormente al Noviciado de la Compañía, en Tortosa. Pidió que su epitafio figurasen estas palabras: “Soy hijo de la Iglesia”.
En 1923, el santo curó milagrosamente a dos hermanas de la Compañía. En esto vieron una señal para empezar el proceso de su causa. El 15 de mayo de 1976, el papa Pablo VI dio su aprobación a la publicación del decreto sobre la heroicidad de las virtudes de Enrique de Ossó. El 14 de octubre de 1979, Juan Pablo II le declara beato. El 16 de junio de 1993, el mismo Pontífice le canoniza en Madrid, durante uno de sus viajes apostólicos a España. El Santo Padre quiso destacar estas palabras del santo durante su homilía: “Pensar, sentir, amar como Cristo Jesús; obrar, conversar o hablar con Él; conformar, en una palabra, toda nuestra vida con la de Cristo; revestirnos de Cristo Jesús es nuestra ocupación esencial”.
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