Jean‐Bernard Rousseau nació el 21 de marzo de 1797 en Tharoiseau (Francia). El padre era cantero y la madre, ama de casa, se ocupaba de la educación de sus cuatro hijos. Poco se sabe de la infancia y de la adolescencia de Jean‐Bernard porque era el momento de la Revolución Francesa.
De todos modos se sabe que su familia era una familia cristiana practicante y que él debió ser un joven muy sensible a la dimensión espiritual y ciertamente comprometido con la parroquia.
Recordaba con orgullo la misión popular que tuvo lugar en su pueblo en 1816, al finalizar la cual llevó durante un trecho la cruz que fue colocada al ingreso del pueblo. Cuando le presentaron a los Hermanos que acababan apenas de inaugurar una escuela en la ciudad vecina, se interesó mucho por su misión, tanto que después de algunos meses, en 1822, entró en el noviciado de París.
Después de diez años de enseñanza en las escuelas elementales de Francia, en 1833 el Hno. Scubilion dejó la patria para dedicar los treinta y cuatro años que le quedaban de vida a los esclavos de la Isla de la Reunión en el Océano Índico.
Le siguen llamando el "catequista de los esclavos". Para ellos inició clases nocturnas, a las que acudían en gran número, incluso después de una agotadora jornada de trabajo. Inventó programas y técnicas particularmente adaptadas a sus necesidades y a su capacidad, de modo a poder enseñarles la esencia de la doctrina y de la moral cristianas y prepararles para recibir los sacramentos.
Se hizo amigo suyo con su modo de ser amable y lleno de respeto. Tras la emancipación de los esclavos en 1848, continuó ocupándose de ellos y ayudándoles en la adaptación a su nueva vida de libertad y de responsabilidad.
En los últimos años de vida, a pesar de su frágil salud, ayudaba al clero del lugar en las visitas a los enfermos, animando las vocaciones y obteniendo incluso algunas curaciones que ya tenían todas las características de ser milagrosas. A su muerte, el 13 de abril de 1867, fue enseguida venerado en toda la isla como un santo. Fue beatificado por San Juan Pablo II en 1989.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario