Michael asistió a las escuelas públicas en los barrios de clase trabajadora de Waterbury. Fue un buen estudiante, se destacó por su “excelente conducta y competencia en sus estudios.” A los 13 años, poco después de la Guerra Civil, se graduó con tres años de anticipación y comenzó a trabajar en el departamento de producción de cucharas de una fábrica de bronce para llevar unos cuantos dólares más a su familia.
En 1868, Michael, de 16 años, dejó su hogar para seguir el llamado de Dios hacia el sacerdocio. Su formación como seminarista fue generosa y diversa; abarcó dos países, cuatro seminarios e instrucción de tres órdenes religiosas: los vicentinos, orientados a la beneficencia, los jesuitas, que eran académicamente rigurosos, y los sulpicianos, que eran experimentados formadores del clero diocesano.
A lo largo de su formación, sus virtudes personales, su preocupación por los demás y el uso del talento intelectual dado por Dios lo hicieron destacar. En el Colegio de St. Hyacinthe en Quebec, Canadá, recibió un premio por su dedicación a los estudios. También destacó académicamente en el Seminario de Nuestra Señora de Los Ángeles de Niagara Falls, N.Y. y en el Seminario St. Mary’s de Montreal.
En junio de 1873, sobrevino una tragedia con la muerte de su padre, lo que casi lleva al término de la vocación de 20 años de Michael. Regresó a Waterbury para el funeral, no sabía si continuaría en el seminario y si regresaría a trabajar en la fábrica para apoyar a su familia. Por gracia de Dios, el obispo de Hartford intervino. Al ver el gran potencial sacerdotal de Michael, le proporcionó apoyo financiero para que pudiera ingresar en el Seminario St. Mary en Baltimore. Allí, Michael fue nombrado sacristán, una responsabilidad que destacó su reputación por la piedad y el cumplimiento. La santidad no lo alejó de las demás personas, y se le recordaba por su sentido del humor y entusiasmo por el juego de béisbol, que era relativamente nuevo.
Después de cuatro años de estudio, el arzobispo (luego cardenal) James Gibbons ordenó a Michael el 22 de diciembre de 1877 en la histórica Catedral de la Asunción de Baltimore, la primera catedral de la nación. Unos días después, con su madre viuda presente, el padre Michael J. McGivney celebró su primera misa pública en la iglesia de la Inmaculada Concepción en Waterbury, donde comenzó su vida sacerdotal, una vocación ajetreada y difícil, que en aquel entonces tenía una esperanza de vida de solo unos 40 años.
El Padre McGivney fue asignado como vicario (asistente) de la iglesia de St. Mary, el primer párroco católico en la ajetreada ciudad portuaria de New Haven. Allí se enfrentó a los desafíos relacionados con la escasez de sacerdotes, la deuda de la parroquia, las enfermedades y la hostilidad hacia los católicos. La iglesia se convirtió en un pararrayos de la burla anticatólica, que expresó un titular del New York Times: “Cómo una avenida aristocrática se manchó con la construcción de una iglesia romana”. Ante dicha situación se enfrentó el Padre McGivney, que manejaba las relaciones con los no católicos con dignidad, a la vez que se esforzó por prevenir que la hostilidad de la cultura erosionara la fe de sus seguidores.
Buscado por su sabio consejo, y su papel decisivo en una serie de conversiones al catolicismo, el Padre McGivney tenía el don de tocar corazones y de conducir las almas a Dios.
En un importante caso que tuvo una gran cobertura de la prensa, atendió a James (Chip) Smith, un católico de 21 años que estaba condenado a muerte por disparar y matar a un oficial de policía estando ebrio. El Padre McGivney lo visitó todos los días para darle consejo, oración y misa en la cárcel de la ciudad durante varios meses. Esto tuvo un efecto profundo. El cambio de vida del joven fue tan notorio que los periódicos locales aplaudieron el apostolado del Padre McGivney.
Después de la misa en el día de la ejecución, la aflicción del padre fue muy profunda. Smith le reconfortó, diciendo: “Padre, sus santos ministerios me han permitido encontrarme con la muerte sin temor. No tema por mí, no me doblegaré ahora”. El Padre McGivney caminó con él hasta el final orando y bendiciéndole hasta llegar al andamiaje.
De corazón sacerdotal, acompañó a personas de todas las edades y condiciones de vida en su sufrimiento e incertidumbre, y encontró formas prácticas de satisfacer sus necesidades. Aunque su primera preocupación era siempre la fe de su rebaño, también estaba preocupado por cuestiones familiares, sociales, financieras, cívicas y sociales. Su comportamiento fuerte y sereno mostraba la ley y misericordia de Dios, y las personas se sentían atraídas naturalmente hacia su trato reservado pero amable. Con la intención de construir una parroquia dinámica para su rebaño trabajador y en gran parte pobre, organizó obras de teatro parroquiales, salidas y ferias, y revitalizó un grupo dedicado a la superación del alcoholismo dentro de su comunidad.
Según uno de sus contemporáneos, la vida del Padre McGivney “era un libro abierto, cuyas páginas todos podían leer, y la influencia que irradiaba de su personalidad activa, enérgica y celosa, llevó a muchos pobres vagabundos a la casa de Dios, de vuelta a la fe de su infancia, y al sagrado tribunal de la penitencia, en el que con fe, contrición y humildad, se reconcilió con su Padre Celestial. El padre McGivney era ante todo activo. Su energía era incansable, siempre buscando nuevas salidas, y con esta disposición estamos en deuda por la existencia de los Caballeros de Colón”.
En un artículo titulado “La personalidad del padre McGivney”, un compañero sacerdote describió su porte en términos casi místicos: “Era un ‘rostro de sacerdote’ y eso explica todo. Era un rostro de reposo maravilloso. No había nada duro en ese semblante, aunque estaba representada la fortaleza”. En una línea similar, un laico escribió que la voz firme y tranquilizadora del Padre McGivney atrajo incluso a algunos no católicos a la iglesia para escucharlo predicar.
Un hombre de visión estratégica, el padre McGivney trabajó estrechamente con los principales hombres católicos de la ciudad, a los que reunía en el sótano de la iglesia St. Mary para explorar la idea de una sociedad católica de beneficio fraternal. La nueva orden ayudaría a los hombres a mantener su fe, argumentaría que se puede ser tanto un buen católico como un buen ciudadano estadounidense y ayudaría financieramente a las familias que perdieran el proveedor de la familia para que permanezcan juntas, de manera que puedan encontrar un bienestar temporal y evitar una disolución que podría erosionar también su fe.
En las palabras de un párroco: “Era un hombre del pueblo. Era un entusiasta del bienestar del pueblo, y toda la amabilidad de su espíritu orgulloso se afirmó con más fuerza por su esfuerzo incesante de mejorar su condición”.
Al crear una próspera comunidad parroquial, cuando transfirieron al padre McGivney de la parroquia de St. Mary en New Haven para convertirse en párroco de la parroquia de St. Thomas en Thomaston, la pena entre sus feligreses fue palpable. Un periodista que cubrió su última misa en St. Mary describió la escena: “Al parecer, una congregación nunca se vio tan afectada por el discurso de despedida de un clérigo como la gran audiencia que llenó St. Mary ayer. Algunos de los presentes lloraban en voz alta y otros sollozaban con gran intensidad.”
Como un adelantado de su tiempo, el Padre McGivney tuvo un sentido agudo de la vocación, las necesidades y las contribuciones potenciales del laico, y llevó a su comunidad a la vida y actividades de la parroquia. Este respeto por el laicado llevó al Padre McGivney a fundar los Caballeros de Colón, una organización fraternal para hombres católicos, en 1882.
El joven sacerdote diseñó una forma de fortalecer la fe católica de los hombres y sus familias a la vez que ofrecía protección financiera cuando sufrían la muerte del proveedor de la familia. Tenía muy en claro que mantener a las familias juntas contribuía a las necesidades temporales y espirituales. En esa época, sin medios de apoyo financiero, las familias a menudo se dividían, por lo que tanto la integridad familiar como la fe se veían amenazadas, según el destino de los diversos miembros de la familia. La nueva fraternidad se diseñó para proporcionarles a los hombres católicos una alternativa a las sociedades secretas anticatólicas que ofrecían un avance social y laboral, pero que los alejaban de la fe.
El Padre McGivney propuso que el nuevo grupo se nombrara Cristóbal Colón. Con la admiración de todo el mundo como heroico descubridor del Nuevo Mundo, Colón resaltó las profundas raíces de los católicos en América y la larga historia de la evangelización católica en este hemisferio.
El 29 de marzo, un día celebrado anualmente como el día del fundador, la legislatura de Connecticut otorgó un estatuto que estableció a los Caballeros de Colón como una empresa legal.
El nombre “Caballeros” atrajo a los veteranos de la Guerra Civil del grupo que vieron los principios de la caballería en la protección de la fe de la Orden, las finanzas familiares y los derechos civiles y religiosos de los católicos. Un miembro fundador escribió que el Padre McGivney fue “reconocido como fundador por 24 hombres con corazones llenos de alegría y agradecimiento, los que reconocieron que sin su optimismo, su voluntad de tener éxito, su orientación y consejo, ellos habrían fracasado.”
A pesar de muchos reveses, el 29 de marzo de 1882, un día celebrado anualmente como el día del fundador, la legislatura de Connecticut otorgó un estatuto que estableció a los Caballeros de Colón como una empresa legal.
En una carta a los sacerdotes de su diócesis, el Padre McGivney dijo que el primer objetivo de fundar los Caballeros de Colón fue “evitar que las personas entraran en sociedades secretas al ofrecerles las mismas ventajas, e incluso mejores, a los miembros”. El segundo propósito fue “unir a los hombres de nuestra fe a través de la Diócesis de Hartford, para que así podamos ganar fuerza y ayudarnos unos a otros en tiempos de enfermedad, para proveer un entierro decente y para prestar asistencia pecuniaria a las familias de miembros fallecidos”.
Los principios originales de la Orden fueron unidad y caridad. “Unidad para ganar fuerza para ser caritativos entre sí en la benevolencia durante nuestras vidas y para prestar ayuda financiera a aquellos que tenemos que llevar luto”, escribió el Padre McGivney. Los principios de la fraternidad y el patriotismo se añadieron en los años que siguieron. Los Caballeros fueron dirigidos por su fundador a asumir a los numerosos desafíos a los que se enfrenta la vida familiar católica: pobreza, muerte temprana, sociedades secretas, anticatolicismo, con la flexibilidad de asumir otras tareas en el futuro. Con una visión del crecimiento, les pidió a los párrocos en Connecticut, su bondadosa ayuda “en la formación de un consejo en su parroquia”.
Como indicación del respeto que tenían los primeros Caballeros por el liderazgo del Padre McGivney, decidieron elegirlo como el director de la nueva Orden. Sin embargo, el humilde sacerdote insistió en que un hombre laico debería encabezar la organización laica. James T. Mullen, veterano de la Guerra Civil, fue elegido como el primer caballero supremo, y el Padre McGivney ocupó el puesto del secretario supremo. Dos años más tarde, cuando las operaciones estaban sobre una base sólida, el Padre McGivney renunció a su puesto ejecutivo para convertirse en el capellán supremo, y explicó que su primera obligación con la Orden era servir como sacerdote.
En noviembre de 1884, el Padre McGivney fue nombrado pastor de la Iglesia de St. Thomas en Thomaston, una ciudad dedicada a la manufactura a más de 30 millas de New Haven, nombrada en honor del fabricante de relojes Seth Thomas. La parroquia sirvió a los parroquianos de clase trabajadora que tenían pocos recursos más allá de su fe. Con aceptación devota, el Padre McGivney dejó atrás los siete años en St. Mary y se mudó de la bulliciosa ciudad de New Haven al pequeño pueblo de Thomaston.
En su última misa en St. Mary’s, la gran iglesia estaba llena de almas agradecidas que se sintieron más cerca de Dios gracias a su ministerio. Un testimonio impreso dijo que su cortesía, amabilidad y pureza de vida, a pesar de las cargas y aflicciones, habían “asegurado el amor y la confianza de la gente de St. Mary’s, la cual le seguirá siempre en su futuro trabajo”. Su rebaño en New Haven estaba desconsolado cuando se fue.
En sus seis años en St. Thomas, el Padre McGivney fue un pastor admirable que construyó fuertes lazos con los parroquianos y cuidó de su bienestar espiritual y temporal. También se encargó de una iglesia de misión conduciendo su caballo y carroza para celebrar la masa dominical en ambos sitios. Continuó sirviendo como capellán supremo, pero como un verdadero “Padre” y pastor de almas, confió en los líderes de la Orden en New Haven para que llevaran el trabajo que él empezó con ellos, conforme los Caballeros de Colón continuaron creciendo más allá de Connecticut.
El Padre McGivney, que nunca gozó de buena salud, enfermó de tuberculosis y sufrió una fuerte pulmonía en enero de 1890. El joven sacerdote perdió fuerza física al mismo tiempo que su Orden avanzaba hacia una nueva vitalidad. Después de buscar remedios, finalmente fue confinado a estar cama en la rectoría, donde su preocupación y sus oraciones por su parroquia aumentaron. Falleció el 14 de agosto, dos días después de su cumplir 38 años.
El funeral fue una muestra del amor y respeto de las personas hacia el trabajador sacerdote parroquial. Su funeral atrajo católicos de todo el estado, incluyendo al obispo, más de 70 sacerdotes y líderes cívicos.
Hoy en día, los restos del Padre McGivney están enterrados en un sarcófago pulido en la iglesia de St. Mary’s en New Haven, donde se fundó a los Caballeros de Colón. Será beatificado durante este año 2020.